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Un botón


El último rastro de la catástrofe. La única esquirla encontrada después de la explosión. Con qué firmeza parecía atarse ese pequeño disco de nácar al doblez almidonado de la camisa blanca que cubría su pecho de héroe, ancho y palpitante. Cuánto vibraban sus bordes al son de sus carcajadas. Cómo resplandecía su sustancia opalina con el relumbrón de la fiesta, y bailaba en la feria de las perlas, los encajes, los azahares y las promesas. Con qué humildad se acomodó en las fibras de holán para ocultarse debajo del cuello satinado de su frac poderoso. ¡Qué cerca estuvo de su perfume y su corazón!


¿Cómo pudo ser ese botón, tan modesto y discreto, un elemento más de aquella miscelánea efervescente de cristales y anillos que pretendían burlar la muerte? ¿Cómo logró codearse con la arrogante comedia del “amarte y respetarte”? Ahora toca tímidamente el suelo, penetrado por esa soledad insistente que padecen las cosas insignificantes. Los hilos cristalinos se han roto, nada amarra al botón de luna; botón de flor, flor de un día. Como una moneda dio botes en el aire, y su viaje en espiral en medio de esa misma noche fue una propulsión del caos que repartieron sus golpes, mis arañazos y nuestra sangre. Hoy, no es más que una astilla de calcio y carbonato; la cicatriz de su huida y mi deshonra; un ombligo; un nudo ciego e inútil.


Aún duro e incorruptible, su candidez sigue cosida a la tarde blanca del “para siempre” que ya no puede admirarse a través de los cuatro huecos negros que casi abarcan toda su superficie inocente. Ahora, desarraigado y anhelante, es un resto que no le pertenece a su antigua prenda de compromiso. Un pobre objeto minúsculo, huérfano de sentido, que ya no es de nadie ni para nada. Un pedazo desechable del sueño, de la sombra, del rincón, del polvo; una herramienta obsoleta y olvidada.


De este noble botón abandonado, poco me dicen su diligencia y hospitalidad omnipresentes. Sin embargo, sus reflejos irisados todavía me conmueven cuando lo miro de cerca, igual que cuando acerco un caracol a mi oído para oír el mar. ¡Cuántas melodías! Pero, a medida que el recuerdo se cansa de su violencia, el arrullo de las esferas va apagándose, y me va pareciendo más un planeta opaco visto desde la estrella más lejana del universo. Luego, una mancha borrosa. Luego, un punto. Luego, nada.



Ejercicio de escritura para el taller de Carolina Sanín.

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