
No crean que no sé de lo que hablo porque yo también me he acomodado en esa ideología biempensante del “centro”. Es más, voy a confesar algo vergonzoso: mucho antes, cuando no me interesaba en absoluto lo que pasaba en mi país, me alegré de que Álvaro Uribe hubiera llegado a la presidencia, aunque no voté por él. Me parecía que el señor iba a tener el carácter para "acabar con la guerrilla”. Años más tarde, cuando acepté la invitación a formar parte de la escuadra de columnistas de El Tiempo, el compromiso de tener que publicar un texto cada 15 días en ese medio tan prestigioso me obligó a informarme mejor sobre la realidad nacional. Lo de Uribe y su estrecha relación con el paramilitarismo asociado a las masacres y falsos positivos eran temas permanentemente tratados por periodistas de investigación y yo, muy indignada ––como toda persona decente––, me puse a escribir columnas criticando las políticas y opiniones de derecha.
Nunca en mi vida había votado, hasta que llegaron las elecciones de 2018. Como Petro me parecía demasiado “izquierdoso” (ese era mi único argumento, a pesar de que nunca se me ocurrió leer nada de lo que proponía), consideré que Fajardo era la mejor opción. ¡Nunca me he sentido más decente en mi vida! De verdad, ubicarse políticamente en el centro produce mucha tranquilidad. Es un territorio neutral donde reinan la moderación, el equilibrio y la prudencia; ¡cómo se siente uno de justo y en paz! Y, lo mejor: con autoridad de toda índole para señalar cuáles son los extremos de cualquier cosa porque el centro es universal.
No se me ocurrió pensar que proclamarme “de centro” equivalía a permanecer en un estado precopernicano, pues, al dar por válida mi perspectiva, me concedía a mí misma la vara correcta para medirle el sectarismo a los demás. De acuerdo con lo anterior, el sentido del centro político es equívoco por principio porque el eje de cada individuo “centrista” es distinto; y eso, necesariamente, produce el cómico espectáculo que vimos en la campaña. Creer que uno está en el centro de algo ya es, de por sí, una asunción tan dogmática como la que se pretende categorizar desde ahí.
Desde ese lugar privilegiado se pueden determinar arbitrariedades como que Petro y Hernández son dos populistas que representan "extremos muy peligrosos”. Hay que ver con qué soberbia puede uno, desde la buena conciencia de su centrismo, poner en el mismo nivel a un hombre de las calidades intelectuales de Petro y a un troglodita millonario imputado por corrupción. Algunas personas que se circunscriben políticamente a una postura de centro tienen el inconveniente de considerar su juicio tan balanceado e inamovible, que se aferran a premisas desactualizadas que repiten hasta el punto de adoctrinarse con ellas. A mí me está tocando ver un Petro muy distinto del que se empeñan en describir los virtuosos periodistas del centro. No me cuadra con el soberbio, ni con el que no sabe trabajar en equipo, ni con el que no quiere hablar con los empresarios, ni con el que le huye a la prensa tradicional. El Petro que he estado viendo da muestras constantes de lo contrario. Pero, sobre todo, de que es un estadista con un conocimiento profundo del país, y que tiene en sus manos un proyecto moderno y audaz que no se cansa de explicar de todos los modos posibles. Tampoco percibo el talante de alguien que quiera imponer su verdad desde la soledad del poder. Petro está invitando a la sociedad entera, con la Constitución del 91 en la mano y dispuesto a someterse al necesario control político que debemos hacerle los ciudadanos y el Congreso.
Que el club del centro esté en desacuerdo con los planteamientos de su programa de gobierno no es lo preocupante, sino el falso equilibrio de donde parten y el desdén con el que se atreven a alertar sobre “el peligro de los extremos”. En este momento tan delicado para la democracia, si hay algo peligroso y traicionero, incluso para ellos mismos, es esa rigidez política disfrazada de justo medio aristotélico que es capaz de igualar lo inigualable, de un solo brochazo. Si eso es ser de centro, prefiero lidiar con la derecha. Al menos uno sabe por dónde vienen.