A quienes pasan por aquí a perder el tiempo, les doy las gracias por practicar el arte de demorarse en los textos de otro; tal vez ahí esté el secreto de la democracia, que cada vez me parece menos un tema de sistemas políticos y más, una
disposición del espíritu.
21 de noviembre, 2019, Ámsterdam.
Mis opiniones no son puntos de vista que quiera defender; nada que me dé más pereza que defender una idea. Cuando escribo, mi propósito es mostrarme a mí misma de qué modo articulo los pensamientos y qué estrategia aplico para llegar a ciertas conclusiones. Mi interés no es convencer lectores ni “seguidores” (horrible palabra) de que mi forma de ver la realidad sea buena o superior o coherente o inteligente.
Contrario a lo que piensan por ahí, no veo en el candidato Petro —ni en ningún otro—, al salvador de Colombia. Ni este país ni el planeta tienen esperanza de salvarse mientras el orden mundial basado en la competencia, en la acumulación de capital y en la imposición de poder sobre otros, persista. Hasta que no se acabe la división en naciones, gracias al efecto de una especie de salto cuántico hacia otro nivel de consciencia, no creo que haya manera de saber lo que es la paz universal. Además, ¿cómo podría estar segura de que Petro —o cualquiera de los que compiten contra él— va a cumplir lo que está planteando? No sé si sus propuestas económicas o de salud o de seguridad sean factibles y tampoco sé si sus detractores dicen la verdad o reducen y tuercen las propuestas del senador para hacerlas parecer un disparate. Pero lo más asombroso es que la mayoría de los votantes, es decir, millones de personas, ¡tampoco! Los expertos que dominan esos asuntos son un grupo pequeño, los hay de todas las ideologías y, desafortunadamente, no alcanzan para elegir un presidente. Igual, muchos sabihondos, periodistas, economistas, académicos, y hasta los mismos compañeros de partido, han tenido que reconocer que se equivocaron de cabo a rabo al votar por Duque, uno de los más nefastos presidentes de Colombia en toda su historia.
Somos nosotros, los ignorantes, quienes damos empleo a los aspirantes a administrar la empresa que financiamos con nuestros recursos. Sólo que lo hacemos desde nuestra purísima emocionalidad y capacidad de pensar con el deseo y la imaginación. Ese es el criterio del pueblo en masa para votar en una elección presidencial (bueno, sin contar el criterio tamal, tejas o plata).
Lo más probable es que todos estemos equivocados. Pero la equivocación no radica en que el administrador elegido resulte un mal gobernante sino en el hecho de creer que estamos “votando bien”. El sistema político global es una grandísima equivocación; es corrupto, y la prueba más obvia es la guerra.
Es muy importante recordarme que en el circo del mundo todos somos payasos; ni el papa se salva (entre otras cosas, es uno de los payasos al que mejor le va en la función caótica que es la puesta en escena de la civilización). Entonces, como otra payasa más, ignorante y consciente de que lo soy, voy a participar en una de las parodias más entretenidas del mundo del espectáculo: la elección de un gobernante.
Aunque desde la perspectiva que he expuesto lo más coherente sería no participar del todo, he decidido hacerlo como un ejercicio de ética ciudadana sin esperanzas y me voy a tragar todos los sapos que entren en la coalición del Pacto Histórico. Rogando para que Francia Márquez permanezca en él y pensando en ella como un símbolo de dignidad indispensable para este acuerdo entre políticos y activistas sociales, me los voy a tragar enteros uno por uno, y seguiré apoyando a quien viene proponiendo –sin miedo al ridículo– una "política del amor ", en uno de los países más violentos de la Tierra; y sosteniendo (aún borracho) el mensaje más contundente, claro y mejor explicado, sobre las raíces de una masacre que ningún gobierno ha querido parar: algo que sus contendores no han podido hacer ni sobrios. Lo sé, mi argumento es indefendible, pero es el único que tengo.